Lo confieso: no me gusta el calor, y el mar me resulta más un telón de fondo que un lugar donde quiera quedarme. Pero Cartagena… Cartagena tiene algo que quiebra cualquier resistencia. La Ciudad Amurallada es un cuadro vivo que te envuelve, y aunque el sol me persiga sin piedad, sus colores me obligan a quedarme.
Caminar por sus calles empedradas es como entrar en una pintura donde la paleta la dicta el tiempo: amarillos que parecen recién exprimidos de un mango maduro, azules que no son de mar sino de paredes que han absorbido cielo, y rojos que se encienden bajo los balcones llenos de bugambilias.

En cada esquina siento que el lente se me adelanta. No importa si la cámara es profesional o el celular; Cartagena se deja retratar con descaro. Las fachadas cuentan historias sin palabras, y las puertas —gastadas, talladas, desiguales— parecen guardianas de secretos que no me atrevo a preguntar.
Y llega el atardecer… ese momento donde la ciudad me gana por nocaut. No es el mar lo que me conmueve, sino el color del aire. El cielo se parte en tonos naranjas y morados, y la luz se cuela entre murallas y balcones como si quisiera pintarlo todo una última vez antes de la noche.

Cartagena me hace algo extraño: me incomoda y me fascina al mismo tiempo. Me recuerda que el calor y yo no somos amigos, pero también me enseña que hay lugares que merecen el esfuerzo, que piden ser mirados, encuadrados y guardados. Porque aquí, más que una ciudad, lo que encuentras es un color que no existe en ningún otro lugar del mundo.










